¡el burro es mío!

Agosto del año 1977. En primer plano, aferrada a las riendas de un burrito sin riendas estoy yo, exultante de felicidad, se nota. En ese momento sé que acabo de descubrir el tesoro. Recuerdo el tacto, la temperatura. A pesar de la solanera, el burrito del parque nunca arde, tampoco está frío; acaricia los muslos con la temperatura exacta y una fiereza incompatible con la inocencia de esos días. En segundo término: mi hermana. Más discreta, más mayor, dejándome ser protagonista ante la cámara que inmortaliza el momento, mi momento. No me costó nada sentir que el burrito del parque era mío. Tal vez por eso no podía aceptar que cuando nos fuimos aquel verano de la cálida Málaga al frío del norte, no nos lo lleváramos con nosotros. Lloré hasta reventar durante más de mil kilómetros. Sin consuelo y al grito de "¡¡¡el burro es mío!!!". Yo diría, y no exagero, que fue la primera vez que tomé conciencia de la muerte; porque ser desposeída de algo que crees tan tuyo es lo mismo que morir. Volvimos cada verano a la cita y el reencuentro era tan hermoso que se me saltaban las lágrimas. Hasta que un verano, de golpe, algo cambió. Subí en el burrito y los pies me llegaban al suelo; en la foto que mi padre me sacó ya no quedaba rastro de la inocencia de entonces y, mucho menos, de aquella felicidad. Aquel día tenía prisa por bajar y cuando lo hice supe que ya no volvería a montar en él. El dolor, aunque más contenido, fue infinitamente más intenso que el de aquel verano del 77 cuando me arrancaron de los lomos del burrito. No hemos vuelto a vernos. Muchos años después mis padres regresaron y les pedí que lo fotografiaran. Mi madre lo hizo. En la foto está el parque vacío y el burro solo, con un charco de agua estancada entre sus patas. Da la sensación de que el burrito está mirando ese charco. Y es que puede que la infancia de todos los niños que lo montamos alguna vez haya ido a parar a ese charco. Debe de haber un mundo en él de sueños que no se entienden con la realidad o tal vez ese charco sea un pasadizo secreto que lleva a la isla de nunca jamás y la niña que fui sigue ahí, peleando con espadas de madera y mirando con incredulidad la mujer que soy o que creo ser.