bon voyage!

No soy de nostalgias tremendas aunque parezca lo contrario. Si pierdo algo le deseo una vida próspera y mejor, para mis adentros. Creo que sólo siento verdadero apego por dos cosas: el león-sacapuntas y el diccionario de francés.

Septiembre, 1973. Comienza el curso y me pongo un poco pesada (quizá por mi afición a jugar a los viajes): Quiero un diccionario. Mi abuela, sin dejar de abanicarse, se levanta del sillón y me pide que la ayude a ponerse la faja. La faja no era una faja y era rosa. Era un corsé con cordón trenzado que había que ajustar. Tacones, bolso y un poco de Embrujo antes de salir. Mi abuela joven y ágil subiendo al autobús. La felicidad.

Librería Cervantes, Plaza José Antonio 2, según el sello de la primera página (hoy Plaza de la Constitución). El librero coloca tres diccionarios sobre el mostrador. Me quedan a la altura de los ojos. Mi abuela dice que elija bien porque me tiene que durar. Escojo uno apaisado, por original y porque tiene las cubiertas de plástico, y el plástico es para toda la vida. Le costó, según veo apuntado a lápiz en la última página, 75 pesetas. 

Supongo de después merendaríamos en el Café Madrid, pero no recuerdo nada. Mi diccionario y yo.

Lo ponía sobre el pupitre hasta en clase de matemáticas. Aunque todo acaba y el aburrimiento me hizo dibujar un brazo en cada esquina de las páginas 33 a la 41. Un brazo que, si pasas las páginas muy rápido, saluda.

La verdad, si lo perdiera, le desearía bon voyage. Y él diría au revoir con la mano que le dibujé.