compás

Mi compañera de banca me robó el compás. La primera vez que lo saqué del estuche vi la codicia en su cara. Un compás de verdad, dijo. El suyo tenía adosado un lápiz. Se lo presté muchas veces, se lo hubiese prestado toda la vida sólo por ver brillar sus ojos. No me di cuenta de que me lo había robado hasta que me lo puso delante. Mi compás no funciona, dijo. Lo reconocí de inmediato. Con la punta redonda de la tijera le ajusté el tornillo que sujetaba los brazos. Con los ojos brillantes, los míos, le dije que lo cuidara porque era un buen compás. Una vez ajustado se lo tendí. La codicia de su cara se volvió desconcierto.

El compás era de mi padre, de sus años de estudiante. Nunca le dije que me había quedado sin él. Muchas noches antes de dormirme pensaba, y pienso, en mi absurda reacción. En por qué no le dije tranquilamente que me lo devolviera. Nunca tuve sangre para discutir, ni con nueve años ni ahora. Aunque me robaran la vida, ajustaría el tornillo que me sujeta los brazos y no diría nada.